No es un sabor,
sino una sensación. Unos lo odian y otros no pueden vivir sin él, aún a costa
de perder las papilas gustativas y la garganta con su carácter abrasador. En
los países donde su presencia es constante y permanente como parte indisoluble
de su gastronomía, casi todos situados en zonas cálidas y cercanas a los
trópicos, tiene la propiedad de refrescar el cuerpo y combatir el calor.
Podemos obtenerlo de varias procedencias, siempre vegetales, pero los derivados
de la familia Capsicum se llevan la palma en cuanto a potencia e incluso
peligro.
Evidentemente,
estamos hablando del picante, temido y alabado a partes iguales, como hemos
dicho antes. No son raras las escenas cómicas en las que alguien que ha comido
una buena cantidad de picante es capaz de ponerse en erupción, mutar su piel a
un color rojo intenso e incluso echar fuego por la boca como si fuera un
lanzallamas.
A veces es
complicado opinar de algo sin conocerlo, como es mi caso. Conozco poco del
picante, puesto que no es algo que esté presente en mi vida de forma habitual.
No me gustan los extremos en términos generales, aplicando esto también a mis
gustos gastronómicos. Con el picante no es una excepción; le pongo una cayena a
las patatas a la riojana, adoro las pochas con piparras, las patatas bravas no
son bravas sin picante y me pirro por la cocinas exóticas, donde el picante
está a la orden del día. Pero no abuso del tabasco, ni de las alegrías
riojanas, y mucho menos del wasabi.
Soy un tipo
equilibrado, pero como para conocer algo a fondo hay que atreverse, cuando
apareció en el horizonte gastronómico navarro la posibilidad de asistir a una
cata de picantes organizada por nuestra rubia más movida en el mundillo
culinario, Garbancita, con la participación y patrocinio de Cerveza Cusqueña y
con una cena picantona de la mano de Enrique Martínez Burón en la “pecera” de
Baluarte, no me lo pensé dos veces: teníamos que ir si o si. Sobre todo para
aprender (estoy abierto a todo, excepto a la coliflor y los purés) y poder
hacer luego, en la medida de lo posible, de prescriptor de lo que pruebo,
experimento y conozco.
Y así, después de
varios intentos de obtener una de las invitaciones dobles para el evento, a
ultimísima hora recibimos la confirmación de que quedaban libres las dos
últimas plazas, luego allá que nos plantamos mi consorte y un servidor.
Yo me temía lo
peor, y ya me veía con la garganta en carne viva y los labios como Carmen de
Mairena. En mi delirante imaginación flotaban chiles ardientes y podía ver como
mi cabeza echaba humo por las orejas, sin saber dónde meterme para poder morir
de forma digna.
Veíamos a los
organizadores del evento llenar unas pizarritas negras con pegotes de diversas texturas
y colores, lo menos 20. Y claro, sabiendo de antemano que entre ellos podía
estar el Naga Jollokia, uno de los chiles picantes con el valor más elevado en
la sobrecogedora tabla Scoville (tabla que clasifica a los “capsicum” en
función de su pungencia o picor. La wikipedia la define así: Escala Scoville),
pues ya no sabía si aquello iba a ser una buena idea.
Al menos sabíamos
que para mitigar el ardor de la cata tendríamos a nuestro alcance la frescura
de la cerveza peruana Cusqueña. Fresca y con un inconfundible sabor, lleva ya
mucho tiempo inmersa en una incansable labor de promoción, promocionando todo
tipo de eventos gastronómicos en Pamplona. Además, en este evento su presencia
estaba más que justificada, ya que algunos de los picantes que íbamos a catar
proceden de Perú. De hecho, los expertos no se ponen de acuerdo en el origen,
bien mexicano, bien peruano, de las plantas del género Capsicum, nombre en
latín con el que se denomina a los pimientos, los auténticos reyes del picante.
Y una vez sentados
a la mesa, nos presentaron a los protagonistas de la noche. En primer lugar,
las cervezas, Cusqueña rubia y tostada. Ambas están elaboradas con agua mineral
de los Andes peruanos y con lúpulo Saaz, uno de los más delicados y finos del
mundo. Eso hace que sea una cerveza amable y suave, no demasiado amarga y muy
refrescante, justo lo que íbamos a necesitar!! También íbamos a tener la
oportunidad de probar un nuevo producto de Cusqueña, una cerveza elaborada con
quinua, el cereal andino, que no se comercializa aún en España.
Para presentarnos a
nuestros intensos “amigos” picantes contábamos con la creciente sabiduría de
Garbancita, que hizo un buen esfuerzo por reunir el mayor número de salsas y
productos picantes que estaban a su alcance. Y la verdad es que consiguió una
buena cantidad, algunos que incluso alcanzaban más de 1 millón de unidades en
la mencionada escala Scoville. Lógicamente comenzamos a probar los más suaves
para ir subiendo progresivamente. Teníamos picantes de diversas texturas, tanto
sólidos como líquidos, con matices ácidos, dulzones o ahumados, procedentes en
su mayor parte de Asia y América.
Los dos primeros
eran dos pimientos muy famosos de la gastronomía mexicana, el chile poblano y
el jalapeño. Estos eran todavía amistosos y con poca intensidad. Los tres
siguientes venían de diversas zonas de Asia y eran de sabor más intenso, aunque
todos con un sabor fantástico: la salsa Sriracha de Thailandia, elaborada con
chiles (e ideal para aromatizar y darle cuerpo al "Pho", plato
nacional de Vietnam), la coreana Kimchi, (salsa que acompaña a un plato con el
mismo nombre) y una de las que más me gustó, la "Sambal Oelek". Esta
sabrosa salsa procede del sudeste asiático, concretamente de Indonesia, y
también está elaborada con chiles. Tenía un sabor delicioso y un picante
moderado que animaba a seguir comiéndolo.
Las cuatro
siguientes venían otra vez de México (que sería de su gastronomía sin el
picante!) Dos de ellas eran diferentes versiones (picante y muy picante) de la
misma salsa, la Valentina, desde el mismísimo Jalisco hasta Pamplona para
animarnos la noche. A continuación, un chile serrano troceado y después, otro
de mis preferidos y que acabé con el, un delicioso chipotle ahumado,
fantástico. Este ya picaba con más ganas, pero daba igual, lo devoré con ganas.
Ni que decir tiene que no había probado aún el yogurth natural que nos habían
puesto para que atacaramos en caso de necesitar algo que aplacara el picor, y
la lactosa es buena para ello. Yo solo me refrescaba con Cusqueña y oigan, de
lujo todo!!
El nº 10 (todavía
quedaban cuatro antes de los productos que reconocía y que, a pesar de ser
picantes, ya sabía a que me enfrentaba!) era uno de los peruanos de la noche,
el famoso ají amarillo, ingrediente imprescindible en la gastronomía del país
andino como base de platos como el ají de gallina, los anticuchos o los
archiconocidos cebiches. El siguiente era el rocoto, otro de los chiles
tradicionales de Perú y Chile, base de salsas picantes para acompañar platos
típicos de aquellos países.
Los números 12 y 13
eran los últimos picantes a base de chiles, con una potencia bastante potente.
Eran dos variantes del chile Habanero, procedente de México y con más de
500.000 unidades en la escala Scoville. Lo probamos escabechado y en salsa, y
solo con un poquito ya tenías en la boca una intensidad de picor bastante
importante y que tardaba un ratito en irse.
He hablado mucho de
los chiles y su picor o pungencia, pero no he hablado la de “responsable” de
este cosquilleo. Su nombre es “capsaicina”, y es un compuesto químico que
constituye el componente activo de los pimientos picantes. Es irritante para
todos los mamíferos (un método de defensa natural de la planta para no ser
devorada por animales herbívoros), pero no así para las aves. Aparte de su uso
en gastronomía como parte de los pimientos (su potencia se encuentra en las
semillas y en los nervios que recorren los frutos interiormente), la capsaicina
tiene propiedades antiinflamatorias, anticancerígenas y antioxidantes, con usos
aplicados en medicina para tratar diversas dolencias.
Después de los
chiles, otros cuatro picantes fácilmente reconocibles, sobre todo los tres
últimos. El primero era “kren” o rábano picante encurtido, condimento muy
habitual en Alemania. El segundo, el wasabi japonés, obtenido también a partir
de la ralladura de un rábano muy picante. Después, la archiconocida mostaza
picante, muy concentrada e intensa. Y por último, el sabor metálico y
“jabonoso” del jengibre.
Y así acabó la cata
de picantes propiamente dicha. Yo los probé todos, ya que para eso habíamos ido
allí. Probé mucho de algunos y solo la puntita del cuchillo de otros. Sorprendido
me quedé cuando vi como algunos rebañaron su bandeja de forma exhaustiva,
faltando poco para que pidieran pan para recoger todos los restos. Algunos de
ellos fueron más lejos aun probando otro de los picantes que no fueron servidos
al público porque con él se entra en zona “pantanosa”. Con decir que lleva una
bala colgada del cuello de la botellita con una pequeña cucharita para coger
una minúscula porción. Eso fue suficiente para ver a algunos combustionar y
comprobar como sus caras se tornaban a un bonito color rojo intenso. Mi
admiración para ellos, que no envidia!!
Y como ya habíamos
hecho hambre, se dio paso a la cena que el equipo del maestro Enrique Martínez
había preparado. Todos eran platos en los que el picante, de una manera u otra,
estaba muy presente. Algunos eran platos de toda la vida, otros eran parte de
la gastronomía internacional y que están plenamente asentados en nuestro país y
uno de ellos era totalmente desconocido, al menos para mí.
Empezamos con unas
porciones de maki sushi, al que, como era menester, pusimos un poquito de
wasabi para potenciar su sabor. Siguieron unas patatas bravas, cocidas y
marcadas a la plancha, exquisitas y solo muy ligeramente picantes. El siguiente
fue una sopa thailandesa, la “Tom Yam”, con champiñón laminado en crudo, un toque de lima muy presente y con
el picante en el fondo, que subía cuando introducías la cuchara. Iba acompañada
de una brocheta con un langostino empanado.
Después, saltito a
la India para probar un arroz con pollo al curry, pasando después a Perú a por
un cebiche sabrosísimo, con un muy acertado equilibrio entre el ácido de la
marinada y el picante del ají. Desde Perú quedaba muy cerca México para
disfrutar del que para mí fue el mejor plato de la noche: una “cochinita pibil”
magnífica. Presentaron los ingredientes por separado para que cada uno se lo
“customizara” a su manera: tortilla de trigo, tomate, aguacate, cebolla roja,
cilantro y salsa picante. Y por supuesto, la carne, asada en su jugo dentro de
una bolsa, lo que hizo que su sabor se potenciara de manera brutal. Quizá no
fuera nada del otro mundo para otras personas, pero esa carne me supo a gloria.
Debo robarle la receta al bueno de Enrique…

Terminando con los platos antes de llegar a los postres, nos sirvieron unos callos con jamón, plato castizo donde los haya, con una excelente y sabrosa salsa. Los postres, divertidos y originales. El primero, fruta fresca con polvo de chile, más o menos picante. Sorprendente su sabor, muy potenciado por el efecto del picante. A continuación, unas golosinas mexicanas a base de tamarindo, saladas y picantes, que junto con el punto agridulce del tamarindo daban lugar a una curiosa combinación de sabores. Y para acabar, un soberbio pastel semifluido de chocolate con plátano y un soberbio helado de cerveza negra con cayena, riquísimo.
Y vaya, que entre pitos y flautas nos dieron más de la 1 de la madrugada, con un ambiente magnífico en el Café de Baluarte, con gente encantadora compartiendo mesa y mantel con nosotros y además, con un regalito excelente de parte de Cusqueña, un pack de cervezas y un juego de vasos con un fantástico relieve recordando los muros de “piedra seca” de Cusco.
En definitiva, un
sabrosa y picante velada que te deja, sin lugar a dudas, un gran sabor de
boca!!
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